miércoles, 23 de septiembre de 2009

PARA LLEGAR A CASA

Vestido con un uniforme, casi hecho a la medida de su chiquillo cuerpo, aquel niño recorría el parquecito que, quizá por la inclemencia del sol, estaba solitario. Sus afanados pasos daban la impresión de que un delicioso almuerzo esperaba en casa; y mientras con una de sus manos acariciaba su pelo crespo, con la otra sujetaba el bolso que cagaba en su pequeña espalda.
Dando saltos muy cortos se abrió paso entre la hierba y los cientos de flores amarillas que, por la ausencia de los caminantes y el transcurrir del tiempo, han ido apoderándose de los espacios que no tienen un camino cementado y, además, dándole al lugar un aire campestre.
Después de uno cuantos minutos, al escuchar el canto de un hermoso pajarito que estaba parado en un frondoso árbol situado casi a la mitad del parque, empezó a silbar como si estuviera imitando el sonido que la naturaleza le brindo por medio de aquel pequeñísimo acompañante.Ya se acercaba al otro lado del parque y, de repente, dio un gran salto que lo dejó en la orilla de la calle; con precaución miró a la derecha y a la izquierda y, ahora, con un lento andar cruzó al otro lado dejando atrás aquel poco de aire aún descontaminado y perdiéndose entre la separación de las pocas casas y calles que, lejanas entre sí, lo acercaban a su hogar.

BUSCANDO PLACER

En medio de una calle repleta de gente, de carros y motos que, con su acelerado ir y venir, parecían acelerar el ritmo de la noche que acababa de empezar; mujeres, hombres, parejas y familias completas buscaban diversión en algún lugar. Pero en una esquina algunas jóvenes, con edades cercanas a los veinte años y con pasos coordinados con la variada música de los muchos bares, atraían las miradas de los transeúntes, ellas parecían buscar a alguien especial que llamara su atención, o que fuera la mejor opción de la noche y, al parecer, no lo encontraban.
Vestidas con ropas ligeras de variados colores, caminaban de lado a lado y observaban con atención las cuatro esquina de la calle en la que está situado aquel bar que recrea una situaciones del viejo Oeste, donde cada noche van a trabajar para conseguir un buen cliente. En contraste, por la estrecha calle seguía el transito de muchas personas, la gran mayoría hombres, que con sus miradas juguetonas, lograban sacar una sonrisa en aquellas chicas.
El lugar también era transitado por vendedores de frutas, taxistas y policías que simulaban hacer sus rondas nocturnas por aquel lugar, pero que no desaprovechaban oportunidad para mirar de reojo a las chicas.
De pronto un grupo de cuatro hombre se ubicó en la cera del frente del local y, con disimulo, uno de ellos llamó a una de las niñas más jóvenes, conversaron entre sonrisas y luego de unos minutos ella cruzó la calle y buscó a otras jóvenes, alrededor de seis, quienes pasaron hasta el lugarcito oscuro en el que intentaban ocultar sus caras aquellos aventureros tipos.Las miraron detalladamente durante un largo rato, las cuatro más jóvenes y coquetas salieron con parejas, las otras volvieron a pasar la calle y de nuevo bailaron. Las cuatro parejas entraron al bar; y con sus cuerpos compenetrados una de las parejas bailaba reguetón en la pista, no se miraban a la cara, pero jugueteaban con sus manos y, con mucha delicadeza, unían sus cuerpos al ritmo de las movidas canciones, mientras que los demás se perdían entre el montón de cuartos del lugar, en el que ni la edad ni el estrato social son requisitos de entrada.